sábado, 15 de octubre de 2011

Escalera de caracol.

Le indiqué a un forastero la calle equivocada. Poco después de perderlo de vista me percaté de mi error y fui en su búsqueda. Corrí hacia la dirección equivocada para deshacer el entuerto. Apenas me había fijado en su aspecto, lo único de lo que podía estar segura era de que tenía cara. Una detonante cara con ojos que servían para mirarme. Creo que fue eso lo que me impidió dar la respuesta correcta.
No lo encontré, a pesar de que recorrí varias veces las calles del contorno en busca de señores con detonantes caras y ojos que servían para mirarme. Sabe Dios por qué senda errónea se habría extraviado el pobre hombre.
Desde entonces me acompañaba un perenne sentimiento de culpa y fracaso y una creciente inseguridad en mí misma. Escapaba velozmente cuando se me acercaba alguien con la cara pasmada, leía y releía los rótulos de las calles, evitaba pasar por el barrio de mi pecado, titubeaba al cruzar la acera. Y en una de estas indecisiones me atropelló un coche, cuyo conductor, casualmente, tenía una detonante cara y llevaba unos ojos que servían para mirarme.

domingo, 2 de octubre de 2011

Línea.

Recuerdo el día que desmantelé el “pienso luego existo”. Fue hace ya tanto tiempo que no logro recordar ni el día ni la hora, ni el mes ni el año. Es un pedacito de recuerdo aislado en la memoria que no quiere comunicarse con el resto, con sus vecinos. Como si los recuerdos tuviesen personalidad y habitasen en rinconcitos de conexiones neuronales.
Estaba sentada en un taburete de madera de cerezo, con los pies colgando y un pantalón viejo. Y viejas lo eran también las zapatillas, el jersey y mi piel. Ese taburete que antes había levantado un árbol ahora había quedado para aguantar cincuenta quilos, tres chaquetas y el peso de dos párpados con más fuerza que la gravedad. Por el filo del asiento desbordaban el olor a perro y unas trescientas migas de pan con aceite y sal. Delante de mí tenía a una de las personas más influyentes del momento. Fundador de mi vida. Uno de las mayores accionistas que invirtieron jamás en mi breve existencia. Sus portentosas manos sostenían una conversación de humo y plasma. De estrellas y constantes físicas. Las facciones de su cara eran mi persona en potencia. Me podría haber quedado siglos recorriendo cada una de sus arrugas por el mero hecho de fascinarme ante el arte de la creación. El humo se calaba entre los millones de orificios de mi ropa y me impregnaba de una resina en suspensión moldeándome y formándome como lo que sería más adelante.
Y esta escena no es una escena singular en una vida particular, es una escena que se daba frecuentemente en mi vida particular porque deseaba encontrarme con algo así. Lo había querido cada día de mi vida.
Es un recuerdo concreto de una situación repetitiva en el pasado. Y no sabía yo por ese entonces que había falseado una máxima tan arcaica sin articular ningún tipo de pensamiento. Pensar no comporta existir, sino ser un ser pensante. La dicha convertida casi en refrán popular supone una causalidad errónea, ya que todo lo que piensa existe, pero es que no todo lo que existe piensa. Y con algo tan pedante y sencillo me liberé de eso que a veces uno se cree porque parece parido de una inteligencia superior, y por eso debe ser motivo de admiración sin rechistar. Sólo por el simple hecho de parecer. Pues en ese momento yo empecé a pensar. Lo de existir ya lo había hecho antes.