Le indiqué a un forastero la calle equivocada. Poco después de perderlo de vista me percaté de mi error y fui en su búsqueda. Corrí hacia la dirección equivocada para deshacer el entuerto. Apenas me había fijado en su aspecto, lo único de lo que podía estar segura era de que tenía cara. Una detonante cara con ojos que servían para mirarme. Creo que fue eso lo que me impidió dar la respuesta correcta.
No lo encontré, a pesar de que recorrí varias veces las calles del contorno en busca de señores con detonantes caras y ojos que servían para mirarme. Sabe Dios por qué senda errónea se habría extraviado el pobre hombre.
Desde entonces me acompañaba un perenne sentimiento de culpa y fracaso y una creciente inseguridad en mí misma. Escapaba velozmente cuando se me acercaba alguien con la cara pasmada, leía y releía los rótulos de las calles, evitaba pasar por el barrio de mi pecado, titubeaba al cruzar la acera. Y en una de estas indecisiones me atropelló un coche, cuyo conductor, casualmente, tenía una detonante cara y llevaba unos ojos que servían para mirarme.