No me gustan ni las distinciones sin separar ni las dicotomías rígidas. Siempre me han producido jaqueca. Prefiero las polaridades creativas. Y me encantan las polaridades creativas porque creo en la belleza. Soy superficial al principio y transcendental al final, porque todo en esta vida es progresivo. Progresar es pensar que existe un futuro y que éste cuenta con nosotros. Progresar es maravillarse por un cuerpo bello, luego considerar que la belleza del alma es más valiosa que la de los cuerpos y por último maravillarse ante la belleza de las acciones y las leyes. Descubrir en el carácter científico de la vida a la superioridad, a la belleza y a Dios (por ponerle algún nombre). Eso es progresar. El problema viene cuando intentamos denominar a las cosas.
Un nombre es ese conjunto de grafías que te hacen tener un lugar en el mundo, pero que no participa para nada en lo que supondrás para tu vida. Es una etiqueta y dos estirpes, un estorbo para unos y una bendición para otros. Pero lo que ocurre en verdad es que no tenemos nombre. O al menos no el mismo nombre que los demás. Volvemos a hacer lo mismo, volvemos a encerrar todo nuestro fenómeno en unas cuantas letras y esperamos que así el mundo sepa quiénes somos, como cuando hablamos. Volvemos a presuponer que utilizando las mismas palabras llegaremos a la comprensión, cuando lo único que hacemos es devenir más infinitos. Y, por consiguiente, menos alcanzables. Ya no hay quien nos pille. Cada vez que alguien escribe en prosa se aleja mucho más de los demás y se acerca mucho más a un lugar donde sólo se encontrará con él mismo. Hay que tirar de figuras retóricas para que las sensaciones, lo único que parece común y universal a estas alturas, converjan. Porque el sentimiento es lo único que nos hace entendernos, por desgracia. Nunca llegaremos a una razón común porque el universo de las sensaciones es tan adictivo que nadie quiere desprenderse de él para impregnarse de la presencia de otros en su vida. Nadie apuesta por abandonar las apetencias y llegar a los valores absolutos. Al fin y al cabo somos seres egoístas que nos quejamos por la tensión que genera una cuerda llamada incomprensión pero que nadie quiere cortarla. Y a este nivel de abstracción no serían necesarias ni unidades de fuerza (o sí, depende de si nos ponemos más o menos materialistas).
Estoy vencida por la inmensidad pero sin nostalgia. Un poco enfadada, eso sí. En épocas de expansión económica el índice de “felicidad” de los individuos descendió espeluznantemente. Con la crisis ha vuelto a aumentar, así que la única explicación que le encuentro a todo esto es que, cuando todos parecen enriquecerse más que nosotros somos desdichados, pero cuando una crisis nos hace a todos miserables nos aporta felicidad. Somos egoístas a no poder más, el ombligo de nuestro mundo, pero dependemos totalmente de los demás como sistema de referencia. Nos preocupamos de nuestra existencia y obviamos en ocasiones la de los demás, pero las categorías contrarias (el yo y la otredad) y la unión de sensaciones son los pilares de la naturaleza humana. Por eso creo en la belleza como máximo aspiracional, como eje gravitatorio que atrae todos los sucedáneos. Creo en la belleza como el esplendor de la verdad, los extremos, esa verdad que siempre iremos manchando y camuflando a base de realidades relativas porque no la queremos entre nosotros. Todo está muy unido y muy separado a la vez, y ya nos va bien así. Los valores absolutos son palabras mayores, así que preferimos ponerles una etiqueta llamada Dios y calmar las malas conciencias.
