jueves, 23 de junio de 2011

Textura de setas.

No me gustan ni las distinciones sin separar ni las dicotomías rígidas. Siempre me han producido jaqueca. Prefiero las polaridades creativas. Y me encantan las polaridades creativas porque creo en la belleza. Soy superficial al principio y transcendental al final, porque todo en esta vida es progresivo. Progresar es pensar que existe un futuro y que éste cuenta con nosotros. Progresar es maravillarse por un cuerpo bello, luego considerar que la belleza del alma es más valiosa que la de los cuerpos y por último maravillarse ante la belleza de las acciones y las leyes. Descubrir en el carácter científico de la vida a la superioridad, a la belleza y a Dios (por ponerle algún nombre). Eso es progresar. El problema viene cuando intentamos denominar a las cosas.
Un nombre es ese conjunto de grafías que te hacen tener un lugar en el mundo, pero que no participa para nada en lo que supondrás para tu vida. Es una etiqueta y dos estirpes, un estorbo para unos y una bendición para otros. Pero lo que ocurre en verdad es que no tenemos nombre. O al menos no el mismo nombre que los demás. Volvemos a hacer lo mismo, volvemos a encerrar todo nuestro fenómeno en unas cuantas letras y esperamos que así el mundo sepa quiénes somos, como cuando hablamos. Volvemos a presuponer que utilizando las mismas palabras llegaremos a la comprensión, cuando lo único que hacemos es devenir más infinitos. Y, por consiguiente, menos alcanzables. Ya no hay quien nos pille. Cada vez que alguien escribe en prosa se aleja mucho más de los demás y se acerca mucho más a un lugar donde sólo se encontrará con él mismo. Hay que tirar de figuras retóricas para que las sensaciones, lo único que parece común y universal a estas alturas, converjan. Porque el sentimiento es lo único que nos hace entendernos, por desgracia. Nunca llegaremos a una razón común porque el universo de las sensaciones es tan adictivo que nadie quiere desprenderse de él para impregnarse de la presencia de otros en su vida. Nadie apuesta por abandonar las apetencias y llegar a los valores absolutos. Al fin y al cabo somos seres egoístas que nos quejamos por la tensión que genera una cuerda llamada incomprensión pero que nadie quiere cortarla. Y a este nivel de abstracción no serían necesarias ni unidades de fuerza (o sí, depende de si nos ponemos más o menos materialistas).
Estoy vencida por la inmensidad pero sin nostalgia. Un poco enfadada, eso sí. En épocas de expansión económica el índice de “felicidad” de los individuos descendió espeluznantemente. Con la crisis ha vuelto a aumentar, así que la única explicación que le encuentro a todo esto es que, cuando todos parecen enriquecerse más que nosotros somos desdichados, pero cuando una crisis nos hace a todos miserables nos aporta felicidad. Somos egoístas a no poder más, el ombligo de nuestro mundo, pero dependemos totalmente de los demás como sistema de referencia. Nos preocupamos de nuestra existencia y obviamos en ocasiones la de los demás, pero las categorías contrarias (el yo y la otredad) y la unión de sensaciones son los pilares de la naturaleza humana. Por eso creo en la belleza como máximo aspiracional, como eje gravitatorio que atrae todos los sucedáneos. Creo en la belleza como el esplendor de la verdad, los extremos, esa verdad que siempre iremos manchando y camuflando a base de realidades relativas porque no la queremos entre nosotros. Todo está muy unido y muy separado a la vez, y ya nos va bien así. Los valores absolutos son palabras mayores, así que preferimos ponerles una etiqueta llamada Dios y calmar las malas conciencias.

sábado, 4 de junio de 2011

Agua mineral.

Intento cubrir mis ojos con una sustancia espesa pero translúcida antes de irme a dormir. Estoy harta de ver sin tener muy claro qué, así que me voy a hacer dueña de mis ojos. O de mi mente. No tengo muy claro cuál de los dos ve. O cuál de los dos ve mejor.
Voy a empezar controlando qué soy capaz de imaginar y de pensar. Voy a comprobar si soy mi dueña y me pertenezco.
Como ejercicio de calentamiento, pretendo visualizar mentalmente dos aceitunas heladas sobre un pan de arándanos y gelatina de color de sangre, cuatro trozos de pollo apenado y limón a pedazos diminutos. Algo muy orgánico que me permita no sobreinterpretar demasiado. Pero tiene que ser barroco, las cosas simples no existen.
De repente, como prueba irrefutable de esta afirmación, la dicotomía vuelve a mi cerebro y me hace ver en cuestión de décimas de segundo la imagen del imperio gobernado por idiotas en el que vivo. Esta bifurcación me acaba de hacer extrapolarlo todo, pero me parece totalmente armónico respecto al menú mental que mi razón acaba de devorar. Lo que veo ahora, con el estómago intelectual saciado, es despotismo ilustrado y cuerpos frenéticos perfumados con la colonia de los refugiados. Coreografías sin desayunar en un continuo batallón de retiradas cobardes e ignorantes, edificios de fundamentalistas y patios de fumigación de valores auténticos.  
No tengo solución. No puedo aspirar a ser lo que premiaría. No me nace ser sencilla. Ni tampoco controlar esta intertextualidad congénita. No sé si como castigo o como premio, ahora mismo se me ocurre leer un buen libro y no hacer el amor. Y mira que querría. Querría hacerlo todos los días, clandestinamente, como desarmándome. Encontrando en el interior un asteroide de origen desconocido, empapado de anís del mono. Dos higos secos, un hígado y un poema escrito en arameo egipcio del interior.
Reflexión onírica, otro oxímoron para la colección.