Intento cubrir mis ojos con una sustancia espesa pero translúcida antes de irme a dormir. Estoy harta de ver sin tener muy claro qué, así que me voy a hacer dueña de mis ojos. O de mi mente. No tengo muy claro cuál de los dos ve. O cuál de los dos ve mejor.
Voy a empezar controlando qué soy capaz de imaginar y de pensar. Voy a comprobar si soy mi dueña y me pertenezco.
Como ejercicio de calentamiento, pretendo visualizar mentalmente dos aceitunas heladas sobre un pan de arándanos y gelatina de color de sangre, cuatro trozos de pollo apenado y limón a pedazos diminutos. Algo muy orgánico que me permita no sobreinterpretar demasiado. Pero tiene que ser barroco, las cosas simples no existen.
De repente, como prueba irrefutable de esta afirmación, la dicotomía vuelve a mi cerebro y me hace ver en cuestión de décimas de segundo la imagen del imperio gobernado por idiotas en el que vivo. Esta bifurcación me acaba de hacer extrapolarlo todo, pero me parece totalmente armónico respecto al menú mental que mi razón acaba de devorar. Lo que veo ahora, con el estómago intelectual saciado, es despotismo ilustrado y cuerpos frenéticos perfumados con la colonia de los refugiados. Coreografías sin desayunar en un continuo batallón de retiradas cobardes e ignorantes, edificios de fundamentalistas y patios de fumigación de valores auténticos.
No tengo solución. No puedo aspirar a ser lo que premiaría. No me nace ser sencilla. Ni tampoco controlar esta intertextualidad congénita. No sé si como castigo o como premio, ahora mismo se me ocurre leer un buen libro y no hacer el amor. Y mira que querría. Querría hacerlo todos los días, clandestinamente, como desarmándome. Encontrando en el interior un asteroide de origen desconocido, empapado de anís del mono. Dos higos secos, un hígado y un poema escrito en arameo egipcio del interior.
Reflexión onírica, otro oxímoron para la colección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario