lunes, 29 de agosto de 2011

Voltaje.

Abrigando mis miserias, me irrita más que me enternece pensar que cuando muera volveré a la madre tierra todoparidora. De qué me sirve a mí que me guarden si al final resulta que sí que es cierto eso del aniquilo de mi consciencia. Yo lo que quiero es desplacentarme del mundo, no quiero tener la vida del mundo mismo. Yo es que soy infinita, lo descubrí el otro día, cuando me perdí. La cuestión es que, hasta hace unos cientos de años, no se hacían para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de paja que la intemperie ha destruido, y antes se empleaba la piedra para las sepulturas de los muertos que no para las sepulturas de los vivos. Como si unas fuesen las moradas para quedarse y las otras de paso. Y es que no existe el culto a la muerte, sino a la inmortalidad. Supongo que esto que siento debe ser algo muy humano, y como mal de muchos consuelo de tontos… Vivo un poco menos inquieta.
Creo necesario aclarar que cuando hablo de inmortalidad no hablo de una inmortalidad terrenal, no hablo de durar tantos años como generaciones y civilizaciones quedan por habitar el planeta, hablo de la inmortalidad como la prolongación de mi esencia hasta el infinito. En forma de energía, a veces me imagino. Esparcirme por todos sitios, volverme un sabor sin sabor, dividirme y vencer. Escurrirme un día bajo mis pies y seguir existiendo. Porque si un día me muero, entonces para qué todo. Vivo en un para qué continuo. Aunque se me pase por la cabeza a menudo que primero es necesario ser vida terrenal para luego ser conocimiento, consciencia y reflexión, para mí una cosa es por antonomasia la otra. O eso me gusta hacerme creer. Aunque no todo lo que existe tiene consciencia de ello, me consuela pensar que todo lo que tiene consciencia existe.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Horma.

Rellena de pensamientos impracticables e ideas de barroca viabilidad construyo un árbol genealógico mental que se expande hasta los rinconcitos del córtex cerebral más anodinos, tocando cimas vírgenes hasta el momento. Mis tentáculos proliferan hasta tapar mi decaimiento estacional y los colores pastel de mi ropa adoptan su más enérgica vertiente, me saturan la circulación y me inmovilizan durante horas. Durante días. Hasta que me explota la piel. Empieza chamuscando la punta del vello dorado al sol y, como si de una mecha se tratara, se consume hasta llegar a la dermis, calcinando todo lo que encuentra a su paso, a base de explosiones continuadas. Me convierto en el efecto dómino por antonomasia. Y dejo de tener silueta. Sucede a menudo que, cuando te quedas sin cuerpo, te invade el horror vacuo. Y el horror vacuo funciona como un resorte que te impulsa irremediablemente  hasta un desasosiego provocado por tanto sosiego. Con lo bien que se está con cuerpo. Con lo raro que es no pensar (con la cabeza, dicen). Mi yo ya no contingente empieza a aclamar de una manera artificiosa mi yo contingente. Quiero mi aspecto lánguido y mi fisonomía redonda, mis expresiones mastodónticas y mis pensamientos obscenos otra vez conmigo. Qué aburrido es sólo ser pensamiento.

jueves, 4 de agosto de 2011

Córtex cerebral.

El pesimismo extremo ante mi persona y mis capacidades son tan sólo la punta del iceberg de la situación en la que me veo sumergida. A lo mejor hasta que no te analizas detenidamente no te das cuenta de las cosas, y mientras tanto crees que todo está bajo control. Quizás el problema venga desde hace un par o tres de años, o quizás nunca haya estado serena. Tampoco me lo había planteado hasta ahora.
Seguramente el estado de minusvaloración y escepticismo ante mis posibilidades y la sensación interna de que todo llueve sea cosa de mi persona, quizás no es que esté atravesando una mala etapa, sino que esto es congénito. Creía que este sentimiento de no parar de caer era cosa de la situación por la que estaba atravesando, que era una sensación marcada por la caducidad, pero ahora realmente he visto que en todas mis acciones se evidencia que algo no va bien, que no es algo del momento, que si no sé encontrar el punto en el que empezó todo es porque quizás ya venía así de serie. Soy triste. Y no me había dado cuenta de que algo me pasa. No sé muy bien qué. Me muevo por inercia y atravieso etapas en las que me divierto, aspiro, pero la sensación de flaqueza e imposibilidad se mantiene ahí. Me tengo muy subestimada. No sé qué es lo que ha pasado para llegar a esta situación, yo, la persona más importante e influyente de mi vida, por la que moriría, no soy capaz de estar bien conmigo misma del todo. Por dentro sueno a canción triste. No puedo, no puedo decirme lo que se supone que tengo que decir y creérmelo. Necesito sentirlo, y eso sólo me ha ocurrido una vez en la vida. Espero que no sea de esas cosas que sólo ocurren una vez. Me pregunto en qué momento entré en esta espiral de autodestrucción, en qué momento he empezado a lincharme interiormente. Cada vez que me decepciono me hundo, y cuando parezco estar óptima y se me tuercen las cosas se me hace un cúmulo de problemas mayor que el problema momentáneo, ya que se suman todas las experiencias ingratas pasadas.
He conseguido que el depósito de las decepciones ocupe la mayor parte de mi entendimiento, que predomine sobre todas las otras experiencias. Esto es lo que me pasa, y me duele haberme dado cuenta hoy, a estas alturas de mi vida. Cuando escribo, hablo, opino, siento o decido, queda clarísimo cuál es mi posición respecto a todo. Si analizo detenidamente, descubro que hay una mancha ennegrecida que no me permite satisfacerme con nada, me mantiene en un estado de frustración continuo. No sé qué he hecho mal, de verdad, pero me he dado cuenta de que no hay grandeza en el simple hecho de respirar. No la hay.  Nuestra vida es la medida de todas las cosas, aquello que realmente nos pertenece, aunque nunca escogimos tenerla, vivir. Tampoco escogimos vivirla, qué tipo de existencia nos iba a pertenecer, pero en el momento en que nacemos y dejamos de depender de una manera directa de un sustrato animado anterior, nuestro destino es vivir y, paradójicamente, morir. Una cosa comporta inflexiblemente la otra. Esta combinación fatalística es un destino inexorable del que pocas cosas podemos decir, pocas posturas podemos tomar ante aquello que se nos regala y a lo que nos aferramos anteponiéndolo a todas las cosas superfluas. Porque aunque sea un obsequio, no pertenece a quien te lo haya legado, pasa a ser exclusivamente para tu disfrute. Y quien se tome la vida como una ofrenda para los demás, que analice qué mueve sus actos. Cuando alguien realiza una actividad de asistencia, auxilio, amparo, socorro, apoyo, protección, defensa, favor, colaboración, cooperación, mediación, alianza, contribución, subsidio, donativo, limosna, caridad o óbolo, lo que sea, poco hay realmente de esta actitud empática. Es evidente que estas cosas se realizan para producirnos a nosotros mismos un placer, una actitud positiva que nos deleita. Realmente realizamos acciones benévolas por un motivo puramente egoísta; la satisfacción de nuestras inquietudes, las voces de la conciencia, la adicción al placer sensitivo.
No critico el alivio al prójimo, solamente me he dado cuenta que hasta aquello que gira en consonancia con los demás y que suena puramente altruista tiene un origen mucho más personal, mucho más individualista, más próximo. Es por el puro placer sensitivo particular, sentirse bien con uno mismo. En el fondo, poco nos importa el placer de lo ajeno si a nosotros no nos produce gozo. Poco le importa a mi interior triste.
Me voy a quedar un rato mirándome mucho sin saber muy bien qué veo. Esta postura me enerva muchísimo, me indigna profundamente la pasividad de las decisiones y la actitud impasible ante la vida. Explicar mi vida sin mí se va a acabar.


Paliativo.

Quiero ser la espuma alzada presuntuosamente por el oleaje, quiero ser pie y granos de arena en simbiosis, arena cual parásito sobre la toalla, el ahogo del esmalte rojo en tierra de escala de colores cálidos, quiero ser la humedad en los labios, una gotita de dos átomos de hidrogeno y uno de oxígeno combinados con sodio y cloro en la piel, el salado chirrido entre los dientes, el áspero del pelo que se contonea al ritmo soez de la ropa, el compás de una corriente que empieza en el cielo y engulle nubes de cloruro de sodio y piel a su paso, el roce de las pestañas y la brisa, las migas de tostada y mantequilla en el plato, la nana del sol, pétalo y flor, el ronquido del gorgorito de la lengua francesa, espuma de café y nata, miradas que tocan la cara, temblores de alma. Quiero ser gaviota, magenta bohemia, piel de gallina, sardinas y ensalada.