Mi cama flotaba inmóvil sobre un mar sin orilla, sin oleaje y sin ruido. Yo, medio tendida, medio incorporada, contemplaba la infinita llanura de agua quieta, ahora convertida en plasma, y un sol inmenso incendiaba mi horizonte. Había dejado de pensar y de sentir. Y el tiempo, mi viejo enemigo, se había deshecho y desaparecido, como una nube de niebla ante la luz. Era una radiación que avanzaba y absorbía la cama. Empecé a girar en un amplio remolino y, dando vueltas, me hundí.