Un día me levanté con el hondo deseo de tener un hijo. Pero un hijo mío. Que cada una de sus pestañas me perteneciesen. Que fuesen de mi propiedad su humor vítreo, sus pliegues en la mano, sus pasos torpes, sus yemas de los dedos y su voz por la mañana. No quería un hijo de nadie, quería un hijo mío, una prolongación de mí en el mundo. Una transformación de mi materia en otro ser vivo, un yo cuando me muera. Y es que no quiero morirme. El día que me llegue la muerte no sé qué haré con ella. Quería un hijo pero no quería ser su madre. No querría ser su madre. No quiero ser madre. Quiero vivir tanto y tan intensamente para mí que tendría un hijo tan sólo para observar por curiosidad cómo es en potencia lo que algún día será igual que yo en acto. Pero quiero que me rebase, que supere lo que yo no seré capaz de crear en mí por el simple hecho de que no se me ocurrirá nunca. Antes del acto está el pensamiento, luego si no llego a plantearme nunca una culminación determinada es improbable o despropositado que acabe allí.
Sólo existía mi ímpetu por vivir, por eso deseaba un pedacito de yo que se quedase en el mundo, por si no me daba tiempo a saberlo todo. Me encargaría de darle unas bases a las que llegaría de manera natural, pero acelerando el proceso le daría tiempo a aprender más. Y arrancaría de cuajo y le entregaría este desasosiego que ha echado raíces en lo más profundo de mi razón. Esta sensación de alto voltaje que me inyecta los valores del tiempo y la caducidad, lo etéreo y volátil. Le transmitiría la misma paranoia para que este modo de vida entre el desconsuelo y la belleza perenne se expandiese hasta el infinito. Si lo inmortal existe en mí quiere decir que también existe en el universo, y éste es inagotable. No sé qué hacer para ser eterna.