Dicen que apenas sufres cuando te
cortan la cabeza. Pero yo creo que es mentira. Que nadie se crea que la tortura
es más dolorosa. Sí que es cierto que en ella hay heridas y tormento, pero
también es cierto que el dolor físico desvía el sufrimiento espiritual. Se sufre
sólo de las heridas hasta el mismo momento de la muerte.
En cambio, cuando tu dolor principal
resulta ser saber que dentro de unas horas o unos minutos dejarás de ser
persona, te invade una verdad implacable, casi divina, que lo único que sabe
hacer es llenarte el pecho de aire y hacerte desear que esas pequeñas
fracciones de tiempo que te quedan sean infinitas. La milésima de segundo en la
que oyes cómo la cuchilla se desliza hacia tu cuello es la más horrible, me
imagino yo.
Cuando el dolor es físico parece que tu
cuerpo sigue teniendo esperanza por vivir. El ímpetu por sobrevivir se mantiene
erguido pese a que el peso del destino intenta malearlo. Mueves los brazos
aunque te pisen la cabeza porque tienes hasta el último instante la esperanza
de salvarte.
Pero cuando tienes una sentencia por
delante todo cambia. Es la horrible tortura de la que sabes con certeza que no
te escaparás. Das los pasos más cortos jamás dados para prolongar las milésimas
de segundo de vida que te quedan hasta que las piernas te flaquean y te vienen unas
náuseas fatales, como si algo se te hubiese atragantado. Entonces te pica la
garganta y te entra el pánico.
Esta es la peor tortura de todas. Sin dolor
físico alguno. Sólo puedes o volverte loco o echarte a llorar. No hay nada más
cruel y obsceno que eso. No se debería tratar a nadie así.
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