sábado, 23 de abril de 2011

Sobre la fecundidad y lo ilógico.

Me ha calentado el sol ya tantos años...
Que pienso que mi entraña está madura.
Y tendrá que bajar, claro,
para arrancarme con sus manos inmensas y desnudas,
brillando silenciosamente.

Astro frutal sobre mi noche pura,
una nube vendrá y amanecerá brevemente.
Mi luz será para los vivos
y entonces;
lluvia.

Zumo dulce de él
irá cayendo la sabia de mi ser, como música.
Y entonces caeré muriendo y entregada.
Pero sangre, mortal, mi roja entraña
de nuevo quemará la luz futura.

miércoles, 20 de abril de 2011

Té con leche y canela.

Tras enrollarme en mi propia telaraña por acción del viento, la honda sensación de que alguien me ha señalado con el dedo índice hace que todos los capilares de mi cuerpo comiencen a desintegrarse, poco a poco, uno a uno, doliéndome. Me disgusto dos décimas de segundo y a la tercera repaso todos mis ideales, pero esta vez sin sentimentalismo, sin victimismo, si toca revisar valores, toca. Y aunque odie que se me desmonten las convenciones que me había establecido, a estas alturas ya es lo de menos. El tiempo parece expandirse como cuando esperas una visita, como cuando se te pasa por la cabeza que te han dejado plantado pero que podrías esperar indefinidamente con un “por si acaso”. Pero en verdad no viajas a la velocidad de la luz, no hay dilatación temporal, no es suficiente hacer lo que uno puede, tampoco es suficiente un instinto, no puedes perdonar a alguien si no te presupones y atribuyes el privilegio de hacerlo. Las debilidades lo único que van a hacerme es daño. Y justamente hoy acabo el día del mismo modo que lo empecé: débil.

sábado, 16 de abril de 2011

Acariciar el filo de la mesa con el dedo índice.

Un nudo en la garganta es una escena de suspense en una película, el sí y el no, lo desvelado y lo soñado, la apetencia y la pasividad, una canción de Elliott Smith y una cama sin sábanas. Te pones de puntillas en un acantilado y abres tanto los brazos que abrazas todo el aire del paisaje, y entonces pierdes el equilibrio, pero no te caes. Coges el coche y haces movimientos bruscos con el volante que no te permitirían reaccionar a tiempo si algo horrible fuese a ocurrir, pero no ocurre nada. Se te acelera el corazón al borde del ataque, pero la taquicardia no llega. Esperas las palabras que te entumezcan la cabeza, pero eres sordo de nacimiento.

No ser capaz de presuponer cómo se materializa un pensamiento es un nudo en la garganta, es un vivir para mí pero callar a gritos vivir para ti, es construir una base tan abstracta que sólo puedes defender a base de intuiciones, es ser un verbo copulativo en una oración predicativa.

Hoy soy eso, un nódulo entre la felicidad y la infelicidad. Espero que la virtud sea de verdad el punto medio, porque no quiero una existencia gris.

miércoles, 13 de abril de 2011

Cristales empañados.

Con la piel traslúcida y pasitos de vapor espero el autobús, llegar a casa, cantar Tiger Mountain Peasant Song mientras me lavo las manos con jabón de avena y orquídea y cenar sopa de sobre con cuchara pequeña para prolongar el ritual de comer en compañía. Me siento en el banquillo de la parada y tonteo con la brisa que se restriega por el empeine y los tobillos. Ojalá fuese un gato. Nadie me mira. Un escalofrío me sube de lumbares a nuca y me encojo, dándome cuenta de que la primavera no es tan cálida como parece cuando el día se filtra con colores pastel. Tendría que haber cogido una rebeca de punto. Hago un par o tres o cuatro planos generales de la Rambla y alguno que otro de detalle y me enfado conmigo misma por no comprar unos auriculares buenos y tener que escuchar siempre por un solo oído. No escuchar en estéreo es como vivir en dos dimensiones. Entonces,  por primera vez, miro el horario. He perdido todos los autobuses que me llevan a acabar el día allí donde lo empecé. Toca hacer de tripas corazón, esperar quince minutos más, abrazarte a la carpeta como si fuese materia orgánica viva capaz de transmitirte calor y desear que nadie con ganas de conversar se te siente al lado. Cuando vuelvo de Barcelona siento la piel como una tarde pegajosa de verano, pero en versión fría. Como una trampa pringosa a la que se adhiere la polución del mundo entero.

lunes, 11 de abril de 2011

Calles estrechas y zapatos con cordones.

Miro el mundo con perspectiva (que no perspectivismo) y no sé qué va a hacer conmigo, pero confío en que todos mis defectos se conviertan algún día en gracia. Y lo digo con esa sonrisa que nunca he sido capaz de gesticular más que en mis emociones y cogiendo tanto aire que mi caja torácica se expande hasta dejar cabida para otra vida entera igual de poética. El futuro es el sexo de los ángeles, el olor a nube, y me alegra y me enerva todo a la vez. Noto que el traje me va grande, pero que tengo ganas de llenarlo. Pienso atiborrarme a experiencias hasta explotar y desvanecerme en un movimiento de propagación hacia todas las direcciones el día esto se acabe. Me apetece no sentirme nunca vieja ni sentir que la vida me ha vencido, no quiero resignarme y aceptar que todo lo que soy capaz de pensar e imaginar ahora un día se esfume. No me da la gana concentrar todo lo que puedo ser en unos pocos años de mi vida y que el resto sean espuma. Quiero información y retórica, amor puro y vivir en una canción de Au Revoir Simone.

domingo, 10 de abril de 2011

Felices los que creen sin haber visto.

Olor a quitaesmaltes.

Construí los domingos a medida y me reservé la sensación de estar desaprovechando mi vida para este día tan señalado. Supongo que a falta de buenas dosis de autodestrucción me hago una oferta innegable: 24 horas de transición, una vez por semana. Mujer de costumbres. Si poco me gustan las mudanzas, ahora ofrezco un día entero en el que, como en todo cambio de un estado a otro, no se puede hacer nada. Las metamorfosis son esas etapas temporales en las que no puedes hacer nada provechoso, son el puente entre lo que viene y lo que ya ha ocurrido y no puedes reanudar. Es esa sensación de que el tiempo se te echa encima y no puedes hacer nada al respecto, sólo resignarte y asumir que tú no eres el dueño de tu vida, que hay algo superior a tu entendimiento o superior a tus ganas de reflexionar sobre ello. Te lavas la cara, te comes de manera accidental pero consentida el dentífrico de fresa con el que te limpias los dientes, sonríes y esperas que eso de ser buena persona no sólo sea una sensación tuya y que el mundo te trate bien. No me inventé mis domingos para que éstos fuesen de sol, helado de nata con nueces y paseos por el barrio gótico, no. Podría haberlo hecho así y me ahorraría agujeros negros en la conciencia, pero no. No, y quien me diga que son de café con licor de whisky y conversaciones metafísicas me miente. Fueron hechos para pudrirme por dentro, para que el desconsuelo devorase mi faceta más sentimental y victimista y me dejase tirada, en posición fetal, recogiéndome a mí misma y consintiendo las malas creencias. Días edificados para que me diese esa sensación de rechazo de mi propio cuerpo, como cuando tienes los pies helados y aún así sudan, como cuando te vomitarías a ti mismo y te quedarías con la mente en standby para poder dormir. Hace tiempo concebí los domingos como el día oficial de “la sensación de que el mundo me abre las piernas y no el cielo”. Y me sirve para adivinar y recordar que tengo sangre en las venas y que no sé qué son las ideas. Que no sé si quiero gustar o si se me quitan las ganas cuando dependo tanto de los demás. Que soy trocitos de cosas ya existentes reorganizados en un metro y medio, y la impresión de que no existe la originalidad me invade la materia gris y me espesa el humor vítreo. Tanto que sufro de cataratas domingueras. Dios hizo el mundo en seis días, y al séptimo descansó.


viernes, 8 de abril de 2011

Tarjeta de presentación.

Ofrezco recuerdos teñidos de polvo y resacas mal curadas para empezar. Me presento con escarcha mañanera, té negro con leche, olor a jengibre y un pijama de felpa, color rosa dramático. No suelo poner la otra mejilla, pero soy una idealista empedernida.