Cristales empañados.
Con la piel traslúcida y pasitos de vapor espero el autobús, llegar a casa, cantar Tiger Mountain Peasant Song mientras me lavo las manos con jabón de avena y orquídea y cenar sopa de sobre con cuchara pequeña para prolongar el ritual de comer en compañía. Me siento en el banquillo de la parada y tonteo con la brisa que se restriega por el empeine y los tobillos. Ojalá fuese un gato. Nadie me mira. Un escalofrío me sube de lumbares a nuca y me encojo, dándome cuenta de que la primavera no es tan cálida como parece cuando el día se filtra con colores pastel. Tendría que haber cogido una rebeca de punto. Hago un par o tres o cuatro planos generales de la Rambla y alguno que otro de detalle y me enfado conmigo misma por no comprar unos auriculares buenos y tener que escuchar siempre por un solo oído. No escuchar en estéreo es como vivir en dos dimensiones. Entonces, por primera vez, miro el horario. He perdido todos los autobuses que me llevan a acabar el día allí donde lo empecé. Toca hacer de tripas corazón, esperar quince minutos más, abrazarte a la carpeta como si fuese materia orgánica viva capaz de transmitirte calor y desear que nadie con ganas de conversar se te siente al lado. Cuando vuelvo de Barcelona siento la piel como una tarde pegajosa de verano, pero en versión fría. Como una trampa pringosa a la que se adhiere la polución del mundo entero.
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