Construí los domingos a medida y me reservé la sensación de estar desaprovechando mi vida para este día tan señalado. Supongo que a falta de buenas dosis de autodestrucción me hago una oferta innegable: 24 horas de transición, una vez por semana. Mujer de costumbres. Si poco me gustan las mudanzas, ahora ofrezco un día entero en el que, como en todo cambio de un estado a otro, no se puede hacer nada. Las metamorfosis son esas etapas temporales en las que no puedes hacer nada provechoso, son el puente entre lo que viene y lo que ya ha ocurrido y no puedes reanudar. Es esa sensación de que el tiempo se te echa encima y no puedes hacer nada al respecto, sólo resignarte y asumir que tú no eres el dueño de tu vida, que hay algo superior a tu entendimiento o superior a tus ganas de reflexionar sobre ello. Te lavas la cara, te comes de manera accidental pero consentida el dentífrico de fresa con el que te limpias los dientes, sonríes y esperas que eso de ser buena persona no sólo sea una sensación tuya y que el mundo te trate bien. No me inventé mis domingos para que éstos fuesen de sol, helado de nata con nueces y paseos por el barrio gótico, no. Podría haberlo hecho así y me ahorraría agujeros negros en la conciencia, pero no. No, y quien me diga que son de café con licor de whisky y conversaciones metafísicas me miente. Fueron hechos para pudrirme por dentro, para que el desconsuelo devorase mi faceta más sentimental y victimista y me dejase tirada, en posición fetal, recogiéndome a mí misma y consintiendo las malas creencias. Días edificados para que me diese esa sensación de rechazo de mi propio cuerpo, como cuando tienes los pies helados y aún así sudan, como cuando te vomitarías a ti mismo y te quedarías con la mente en standby para poder dormir. Hace tiempo concebí los domingos como el día oficial de “la sensación de que el mundo me abre las piernas y no el cielo”. Y me sirve para adivinar y recordar que tengo sangre en las venas y que no sé qué son las ideas. Que no sé si quiero gustar o si se me quitan las ganas cuando dependo tanto de los demás. Que soy trocitos de cosas ya existentes reorganizados en un metro y medio, y la impresión de que no existe la originalidad me invade la materia gris y me espesa el humor vítreo. Tanto que sufro de cataratas domingueras. Dios hizo el mundo en seis días, y al séptimo descansó.
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